Creo que la mejor forma de abordar la tragicomedia religiosa en la que vivo sería introduciendo a mis padres. Mi padre es súper religioso, va a misa todos los domingos, devoto de todos los santos (bueno, no todos, pero de muchos sí), cuando sale a trabajar todas las mañanas le da la bendición a todos, incluyendo al coche para que no le pase nada, y así se va tranquilo a la chamba. Mi madre, por otro lado, es el ejemplo perfecto de qué pasa cuando alguien de provincia – en este caso, Mérida – huye hacia el DF para estudiar una carrera, es decir, dejó de lado absolutamente todos los parámetros religiosos tradicionales que le habían inculcado para volverse de esas que sólo van a misa en las bodas, bautizos, primeras comuniones y funerales; los domingos prefiere ver la repetición de The Amazing Race que ir a santificarse.
Evidentemente, en la primaria encontraron (mejor dicho, se esmeraron por encontrar) un convento de adoratrices a cinco cuadras del departamento donde vivíamos; mi madre se fue a entrevistar con ellas para que aceptaran a su chamaca para hacer la primera comunión. Me aceptaron y, pues era obvio, que uno a los 8 años no podía vivir sin saberse de memoria el credo, el padre nuestro y demás “por mi culpa, por mi culpa...”. Nos pasaban diapositivas de cómo había sido –“más o menos”- la vida de Cristo y las múltiples razones – sin mayor explicación, es una especie de “porque si, porque yo lo digo”- por las cuales esa era la verdad absoluta y el eje de nuestra moral. Finalmente tuve mi primera comunión, mis padres habían escogido el día porque era el día de la Santa Cruz (idea de mi padre) y porque coincidía, más o menos, con mi cumpleaños y el día del niño por lo cual se podía englobar todo en un solo regalo (idea de mi madre). Total, que la primera comunión pareció boda y nunca llegué a entender realmente porque lo estaba haciendo.